Love
15 de octubre de 1985
Beggars Banquet
“Love”, una palabra que en cuatro letras encierra el sentimiento más grande que puede albergar cualquier ser vivo: el amor. Un término que The Cult acuñó para nombrar uno de sus álbumes icónicos. Un punto de inflexión que marcó el ADN de la banda para siempre y que sirvió para que los británicos dejaran de ser una banda de culto underground para ser ídolos de masas.
Quien hubiera dicho que un grupo que venía de las raíces más oscuras del post-punk, con Southern Death Cult y Death Cult, acabaría editando un trabajo entre los discos más vendidos de aquel año. Pero bien es sabido que el amor todo lo puede. Ian Astbury y Billy Duffy lo demostraron hace ya cuatro décadas, cuando encontraron una fórmula que hizo de puente entre lo gótico, el rock alternativo, el hard rock y ese toque de himno de masas que muchas veces llega a los artistas sin que ellos sepan muy bien por qué.
En la mitad de los años ochenta, el rock gótico estaba en plena ebullición: bandas como The Sisters of Mercy, Bauhaus o Siouxsie habían moldeado un paisaje sonoro sombrío que The Cult acabaron finalmente rompiendo por completo sin perder al mismo tiempo esa esencia oscura y elegante. Pretendían hacer música que nadie hubiera hecho antes y de cierto modo lo consiguieron. Pues, a fin de cuentas, quien encabezó la vanguardia fueron aquellos que fueron introduciendo un sonido más melódico, decantándose por derroteros más rockeros.
El disco
El primer paso, fue escoger un productor como Steve Brown, que venía de un mundo muy distinto, concretamente del pop de trabajar con Wham!, que consiguió que los riffs del grupo sonaran nítidos, y abiertos, así como que cada instrumento tuviera su propio espacio, lejos de emborronarse unos a otros como les había sucedido en cierto modo en su álbum de debut, Dreamtime.
En segundo lugar, hay que señalar la participación de Mark Brzezicki a la batería, también integrante de Wham!, que nada más iniciarse “Nirvana” es fácilmente reconocible. Un tema que poco tiene que ver con la serenidad espiritual: aquí el nirvana es eléctrico, reptante y contenido, como si la banda aún estuviera despertando de su etapa más oscura. Las guitarras de Billy Duffy emergen llenas de ecos y reverberaciones, guiadas por una batería que marca el paso como un ritual.
Con esta primera canción ya queda claro que el grupo ha dejado atrás la niebla post-punk para abrazar algo más grande. Steve Brown consigue darles una limpieza y un aire que antes no tenían, dejando espacio para que la voz de Ian Astbury cobre protagonismo.
Le sigue “Big Neon Glitter”, y el cambio es inmediato. Brillo, ritmo, guitarras que se abren paso entre un bajo vibrante y una voz que suena casi mística. El título ya lo anticipa: neón y purpurina, lo artificial convertido en algo hipnótico. Una de las joyas del disco que demuestra que The Cult sabían equilibrar su lado oscuro con un sentido del espectáculo que pocos grupos británicos tenían entonces.
Y entonces llega “Love”, el himno por antonomasia. Una canción lenta, envolvente, donde el grupo se atreve a explorar lo emocional sin caer en la blandura. Es, sin duda, el corazón del disco. Un punto medio entre lo terrenal y lo trascendente, donde la banda demuestra que el amor en su sentido más amplio.
Con “Brother Wolf; Sister Moon” el disco desciende a un terreno más introspectivo. Es el lado más espiritual de Love, donde Ian Astbury saca su vena chamánica y su obsesión por los símbolos naturales. La canción se mueve despacio, flotando entre guitarras etéreas que recuerdan a The Cure o incluso a U2 en su época más atmosférica, pero con un magnetismo propio, encajando dentro de la totalidad del álbum y haciendo ver que no han perdido la esencia gótica y oscura que los caracteriza.
“Rain”, por el contrario, es la primera gran explosión de Love, el momento en que The Cult se hacen gigantes. Ese riff de Billy Duffy, tan inmediato y tan elegante, se convirtió en uno de los más reconocibles de su carrera, y no por casualidad: fue la confirmación de que podían hacer hits sin perder profundidad. Este corte tiene algo ceremonial, casi tribal, pero con un groove irresistible. Astbury canta como si estuviera invocando la mismísima tormenta y la base rítmica de Jamie Stewart y Brzezicki se mantiene firme, casi hipnótica. Es el tema que mejor resume lo que The Cult querían ser en 1985: un puente entre lo alternativo y lo masivo.
A continuación, “The Phoenix” llega como una llamarada. Una canción que quema desde el primer riff, con Billy Duffy en modo incendiario y Astbury al borde de la posesión. Es puro fuego, una mezcla de rock clásico y energía casi ritual. El título no podía ser más acertado: el renacer.
El disco continúa con “Hollow Man”. Es una pieza más íntima, menos inmediata, donde se impone la atmósfera sobre la potencia. La guitarra se estira, el bajo murmura y la voz de Astbury suena más vulnerable que en el resto del álbum. Hay una sensación de búsqueda, de vacío interior —de ahí el título—, pero también de redención.
“Revolution” abre el tramo final del disco con un tono solemne, casi místico. Es uno de los temas más subestimados de Love, pero también uno de los más reveladores. Las guitarras suenan envolventes, y el ritmo se mueve como un mantra. Lo que hace tan poderosa a “Revolution” es su contención pues cada acorde parece sostenido en el aire. Hay una intención clara de transmitir algo más que música, algo trascendental. En este punto, The Cult ya no buscan sonar modernos, buscan sonar eternos y vaya si lo consiguieron.
Y es que a continuación se alza la joya de la corona. Llega “She Sells Sanctuary”. La joya, la explosión, el momento donde todo encaja. Ese brillante riff de Billy Duffy, mezcla de energía mística y pura electricidad, uno de los más icónicos de la década de los 80, y el más sonado y famoso de toda la carrera de los ingleses. Desde el primer segundo, todo vibra: la base rítmica te arrastra, la voz de Astbury hechiza y el estribillo estalla con una intensidad que pocas bandas de su generación lograron igualar.
“She Sells Sanctuary” es el punto donde The Cult trascienden su propio sonido. Es una canción que suena atemporal, que aún hoy sigue provocando la misma descarga que en 1985 y que sigue sirviendo de inspiración tanto a otros artistas como a todos los que la escuchan. El final se da casi cinematográfico, oscuro y elegante con “Black Angel”. La canción desciende a un tono más sombrío, como un último viaje al interior antes de apagar las luces, donde The Cult vuelven a mostrar su sensibilidad melódica. “Black Angel “cierra el disco como un eco lejano, recordándote que Love no termina realmente, sino que se desvanece, dejándote suspendido entre la calma y el fuego.
Veredicto
Si algo define a Love es la dualidad: lo terrenal y lo espiritual, la luz y la sombra, lo íntimo y lo grandioso. The Cult encontraron el equilibrio perfecto y lo sellaron para siempre en un álbum que, cuarenta años después, sigue sonando tan magnético como el primer día. Con él abandonaron las sombras para construir un sonido propio, donde cada riff de Billy Duffy, tocado en su emblemática Gretsch G7593T White Falcon, convirtió el sonido de la banda en algo absolutamente reconocible y único.
The Cult es esa banda que hizo que el viaje del post-punk al hard rock se convirtiera en algo fascinante y al mismo tiempo profundamente influyente, convirtiendo la mezcla de ambos en su sello y legado. Una herencia que ha trascendido generaciones durante cuatro décadas y que, sin duda, seguirá haciéndolo en las que están por venir.

Descubre más desde Stairway to Rock
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.