Lo que las mujeres aguantamos en el rock

Me ha llevado tiempo reflexionar y llegar a la conclusión de que debía escribir estas líneas. Ojalá sirvan para arrojar algo de luz y ofrecer perspectiva sobre una realidad con la que las mujeres hemos lidiado durante toda nuestra vida. El machismo forma parte de nuestro día a día; es un lastre heredado de una sociedad en la que, como mujeres, no teníamos prácticamente derechos, y que solo a base de una lucha larga, continua y cruenta hemos logrado transformar, poco a poco.

 

No es de extrañar, por tanto, que en ámbitos tradicionalmente masculinos, como el del rock, el avance hacia la igualdad haya sido más lento, aunque hoy podemos reconocer que hemos dado pasos de gigante y que la mejora es ya palpable.

 

Sin embargo, allá donde existe poder, también existe desigualdad y la oportunidad de que algunos se aprovechen de ella. Lo afirmo desde la experiencia de haber pertenecido a dos mundos muy distintos, el del rock y el de la investigación científica, y haber sido testigo de situaciones igualmente turbias en ambos. Supervisores o jefes que exigían favores sexuales a sus doctorandas, y la cantidad de relaciones que se han formado en un contexto de jerarquía, como jefe y doctoranda, durante la realización de tesis doctorales, son ejemplos de ello. Afortunadamente, los abusos más graves de la primera categoría han quedado en gran medida en el pasado, pero el segundo tipo de situación aún persiste más de lo que quisiéramos admitir.

 

Pero centrémonos en lo esencial: ¿cómo se vive siendo niña, adolescente o mujer en los círculos del rock? Estas líneas buscan compartir mi experiencia personal, que no es ni mejor ni peor que la de otras, y por tanto no puede generalizarse ni aplicarse a nadie más. He tenido la fortuna de vivir desde dentro de este entorno sin experimentar situaciones traumáticas graves, aunque sé que muchas otras no pueden decir lo mismo. Me he rodeado de amigas con las que, por supuesto, también hemos compartido comentarios, actitudes y experiencias que darían para largas conversaciones y reflexiones profundas.

 

Cuando comencé a asistir a conciertos sola, empecé a relacionarme con un grupo de mujeres mayores que yo; yo tendría alrededor de veinte años y ellas entre diez y trece años más. Era una joven que llegaba a la gran ciudad, impresionable y, por tanto, fácilmente influenciable. Una de las conocidas del grupo —he aprendido con el tiempo que la palabra “amiga” puede quedarse demasiado grande— me contó un día que trabajaba como periodista cubriendo conciertos y que, gracias a ello, había logrado acercarse a una banda de folk metal que actuaba esa noche. Según relató, la velada terminó con ella teniendo relaciones sexuales con uno de los integrantes en el sleeper. Ese fue, probablemente, el primer momento en que fui plenamente consciente de que las “groupies” no existían únicamente en el cine, sino que también formaban parte de la realidad del mundo musical.

 

Podéis imaginar que aquello me impactó, y en un primer momento no llegué a comprenderlo del todo. Me alejé de ese grupo poco tiempo después.

 

Mucho tiempo después reflexioné que no hay nada inherentemente malo en disfrutar de una noche con un integrante de una banda, y que se trata de una elección personal. Sin embargo, siempre me he preguntado hasta qué punto ciertas decisiones que parecen completamente voluntarias están, en realidad, condicionadas por las dinámicas de poder que se establecen en esos contextos: la autoridad implícita de quienes ocupan un escenario o una posición de influencia puede ejercer una presión sutil pero determinante sobre quienes se encuentran en una posición subordinada.

 

Continuemos: esto no fue un caso aislado. Durante los diez años que he experimentado el mundo del rock desde múltiples perspectivas —como espectadora, periodista, amiga o presente en los backstage— he seguido siendo testigo de situaciones similares. He conocido a mujeres que han terminado teniendo encuentros sexuales con bajistas, baterías, guitarristas o cantantes. En todos los casos, puedo afirmar que los actos fueron consensuados y no generaron repercusiones externas significativas. Creo que el ser mujeres libres nos da esta elección libre.

 

Pero a parte de esta elección libre, y es que esta se refiere a cuando actuamos por nuestras propias decisiones, gustos y deseos, tenemos que aguantar mucho más. Y son comentarios que aguantamos por el mero hecho de ser mujeres.

 

He recibido comentarios como “qué guapa eres”, “qué buena estás” o referencias explícitas a mi cuerpo, con una frecuencia mucho mayor de la que debería considerarse normal. También he sido objeto de alusiones sexuales más directas, incluyendo proposiciones y comentarios sobre actos sexuales. Afortunadamente, siempre he estado rodeada de personas de confianza, por lo que no sufrí consecuencias más graves que tener que soportar estos comentarios.

 

Con frecuencia, optamos por callar o ignorar estas situaciones, esperando que el tiempo las haga desaparecer, tratándolas como meros incidentes sin importancia. Sin embargo, el silencio no solo valida estas actitudes, sino que tampoco contribuye a erradicar un problema endémico. Con el tiempo, he aprendido, gracias también al consejo de personas sabias a mi alrededor, que es fundamental no quedarse callada ante este tipo de comportamientos. Es necesario expresar incomodidad, emitir comentarios de rechazo y poner límites claros para frenar estas conductas.

 

Quejarse a toro pasado, cuando los hechos han sucedido hace tiempo y su impacto se ha diluido, tiene poco efecto. Es imprescindible quitarse la venda, ponerse la coraza y responder en el momento. Y si esto no basta, actuar y, en última instancia, denunciar. Solo así podemos comenzar a transformar un entorno históricamente permisivo en uno seguro y respetuoso.

 

Y, por supuesto, si necesitáis desahogaros, contamos con un grupo de mujeres comprometidas en la web a quienes podéis escribir en cualquier momento que necesitéis un espacio seguro.

 

Estas líneas están firmadas por Yolanda e Irene.


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