Ya que nos fuimos a la otra punta de la Península Ibérica para cumplir el sueño de entrevistar a Los Suaves en su Ourense natal, creo que toca transcribir esta mastodóntica entrevista. Cinco horas y media que iremos desgranando de forma semanal (si llegamos, claro…) y que fueron una auténtica gozada. Empezamos tomando algo en la plaza del Hierro, comimos pulpo a feira y terminamos tomando unos cafés en una terraza, después de visitar la plaza de Los Suaves.
En esta primera entrega hay mucho de los valores que definen a Charli como persona, pero también como músico. Gallego hasta el tuétano como irlandeses eran sus amados Thin Lizzy, respetuoso por la familia y el hogar, algo que le ha llevado a tener una relación muy especial con los fans del grupo gallego. Charli siempre ha sido auténtico, y como veréis, la figura del fan es algo que respeta ante todas las cosas.
Apreciaréis que a la que arranca, nada le frena… Y todo lo que dice tiene esa mezcla de sabiduría obtenida por los años de carretera, ensayos y vida en general, pero también por unas creencias férreas a las que no traicionará nunca. Y menos a estas alturas. 72 años tiene nuestro héroe, y leyendo lo que dice, casi que me veo dentro de un libro de memorias.
Hola Charli, viendo tu móvil veo que te has actualizado en cuanto a tecnología desde la última vez que nos vimos …
Las tecnologías modernas parecen más un obstáculo que una ayuda. Se presentan como imprescindibles, pero en realidad son una estrategia para vendernos móviles a precios exorbitantes, como mil euros. Estamos en un punto donde, aunque se diga lo contrario, no nos aportan beneficios reales; todo es una gran falacia. ¿No crees?
Personalmente, no estoy muy metido en este mundo tecnológico. Mi móvil lo uso como si fuera un teléfono fijo: lo dejo en casa y, si alguien necesita algo, lo contesto allí. Lo curioso es que nunca me llaman para darme dinero, solo para pedirme algo, así que suelo ignorarlos. El móvil se queda dónde está, porque antes el mundo funcionaba perfectamente sin estos aparatos.
Hoy en día, los móviles han transformado nuestra forma de relacionarnos y comportarnos. Por ejemplo, si quedas a las dos con alguien, pueden avisarte a las dos y cinco que no pueden venir. Antes, si no había móviles, esas personas tendrían que aparecer salvo que les hubiera sucedido algo realmente importante. Pero ahora, parece que vivimos en una cultura donde la informalidad y la falta de compromiso están normalizadas.
Además, los móviles son auténticos espías. Estás caminando, te llaman y empiezan con preguntas: “¿A dónde vas?”, “¿Qué haces?”. Es como si no pudieras tener privacidad.
Incluso sucede que hablas de algo, como Islandia, y al rato, empiezas a ver publicidad de hoteles en Islandia. Es inquietante cómo vigilan cada detalle.
En resumen, aunque a veces gastemos bromas sobre estos temas, lo cierto es que las tecnologías nos han cambiado y no siempre para bien. Estamos tan controlados que ni siquiera podemos movernos con libertad. Es una locura.
Es curioso cómo las tecnologías hacen que mantenerse en contacto con amigos lejanos sea más fácil, pero, antes, el mundo parecía más triste y distante, como esa canción del «Gato que está triste y azul» de Roberto Carlos. (Aparece una señora y le informa a Charli que su hija anda por allí, Charli se lo agradece y se despiden).
Lo que no termino de entender es esa obsesión por dedicar tantas horas al día, como cinco, a la tecnología. Nunca he comprendido esa locura. Para mí, la cuestión no es tener razón, sino simplemente dar mi opinión y que me escuchen. Sé que esta es una batalla perdida para mí, pero sigo defendiendo mi postura.
Cuando me mandaste la ubicación, pensé: «Ya la hemos liado«. Menos mal que conocí a alguien que me ayudó a entenderlo, porque si no, no habría sabido por dónde empezar. Me pasa que, si no entiendo algo, me pierdo, desaparezco… Pero aquí estoy, intentando adaptarme a las nuevas tecnologías.
Esta zona, por ejemplo, tiene su encanto. Por la tarde puedes pasear por la catedral, la Plaza Mayor, o incluso por el llamado «Barrio Putas». Es un lugar donde la vida se siente diferente, con su propia dinámica y energía. Todo tiene su propio ritmo, aunque a veces cueste seguirlo.
Las ciudades, desde sus inicios, siempre se han organizado de una forma particular: primero se construía la catedral, luego la iglesia, el ayuntamiento y, curiosamente, también el barrio conocido como «el Barrio Putas». Eso no lo sabía, fíjate, pero así eran las cosas en aquella época. Muchas ciudades portuarias tenían esta estructura, aunque ya no se dediquen a eso. Es verdad que esos barrios antiguos han quedado obsoletos, viejos, y ya no cumplen la misma función. Sin embargo, en su momento, eran esenciales.
¿Has estado alguna vez en lugares como Cuenca? Imagínate en la Plaza Mayor, con su historia y su estructura, que refleja cómo las ciudades han evolucionado. Hoy en día, claro, muchas cosas han cambiado y otras prácticas están mal vistas, pero es interesante pensar en cómo esas zonas se adaptaban al contexto social y económico de su tiempo.
La verdad es que lo que han hecho con esos espacios en la actualidad resulta difícil de explicar. Pienso que debería estar todo más regulado, más claro. Pero bueno, en aquellos años todo era distinto. Recuerdo cuando era niño, unos ocho o nueve años, y vivía cerca de un lugar con un ventanal maravilloso. Me fascinaba. Salía a jugar y pasear, ajeno a muchas cosas que no entendía en aquel entonces, pero disfrutaba de ese ambiente con inocencia.
La tecnología nos permite hacer cosas importantes. Por ejemplo, nosotros, hemos creando una página web musical, y eso es lo que me ha traído aquí.
¡Eso y el concierto de Bryan Adams! (risas) Digamos que la tecnología es algo que nos ha permitido conectar con nuevas experiencias. A menudo, alguien viene a verme, suelo pues suelo estar con gente de distintos lugares, como Bilbao o Madrid. He conocido a muchas personas sin la tecnología, pues yo tengo la costumbre de acercarme a ellas después de los conciertos. Al terminar de tocar, solía saltar la valla para dar las gracias personalmente, aunque al principio no sabía cómo hacerlo. Una vez pensé en salir corriendo mientras decía «gracias, gracias«, pero al final preferí quedarme y charlar con quienes querían hablar.
Siempre he sido de conectar con el público. Para mí, el concierto no termina en el escenario; también está en esos momentos con la gente, compartiendo experiencias. Ahora veo que otros grupos lo hacen, pero en mi caso siempre ha sido algo natural. Desde los años ochenta, cuando empecé, lo he hecho así. Recuerdo que, después de tocar, muchas veces ni pisaba los hoteles porque prefería pasar la noche de bar en bar, hablando con quienes asistían al concierto. Eso me permitió hacer amigos por toda España, conexiones que de otro modo habrían sido imposibles.
A veces llegaba a las nueve de la mañana, completamente agotado, pero satisfecho por haber compartido tiempo con ellos. Gracias a esa cercanía, he cultivado amistades que han perdurado, creando recuerdos únicos a lo largo de todos estos años.
Recuerdo estar en un concierto en Barcelona y tú saliste para estar con la gente, para dar las gracias y salir a hablar todos los que estaban esperando.
Me molestaba mucho esa actitud de algunos artistas que parecen pensar que las estrellas están en el cielo o en el fondo del mar, mientras que el público, que los hace sentir dioses en el escenario, queda ignorado. ¡Qué desfachatez! Esas personas a menudo han hecho sacrificios enormes, incluso robado a sus propias madres, para poder asistir a un concierto. Es algo que entiendo perfectamente porque yo también lo viví.
En 1979, tuve que pedirle permiso a mi madre para asistir a un concierto de Eric Clapton. No tenía ni carné de conducir, así que fui con un amigo, dormimos en el coche y viajamos por carreteras nacionales, porque no había autovías. Todo para ver a Clapton. Siempre pensé que si él hubiese salido a saludar, aunque solo fuera para darme la mano, habría significado muchísimo para mí. No soy mitómano, pero me gusta que los artistas reconozcan a las personas que están allí por ellos.
Por eso soy muy crítico con los futbolistas que van con auriculares y no saludan a los aficionados. ¡Saluda al chaval, hombre! Se han gastado 80 euros en una camiseta, que ya de por sí es un robo, y ni siquiera puedes tener el gesto de mirarles a la cara. Lo entiendo si ocurre un día puntual, pero si te pagan tantos billetes, ¡no puedes cansarte de saludar! Mantén el contacto humano, aunque sea con la huella del dedo.
Yo doy fe de que haces esto, porque, tras un concierto, sales a hablar con la gente. Recuerdo una vez, en el extinto bar Pepe’s. El concierto en Razzmatazz fue un sold out, no quedaban entradas. Mi amiga Sol, que es gallega, llegó sin entrada. Al ver la situación, saliste y preguntaste cuánta gente estaba en su situación. Les vendiste la entrada, y al final estuvieron allí, en el concierto de Los Suaves. Fue uno de esos momentos que muestran lo especiales que pueden ser las conexiones en un concierto.
Sin embargo, me molesta mucho que haya personas que no valoran la música, que no compran entradas ni apoyan a los músicos, pero son los primeros en criticar o hablar sin conocimiento. Hoy en día, es mucho más fácil creer cualquier cosa que investigarla, lo cual me parece una pena. Es una de mis máximas: la gente prefiere creer que averiguar, y eso es lo que alimenta a los fantasmas y a las fake news. Estamos en un mundo donde incluso los bulos tienen éxito.
Últimamente siento que la cuarentena y toda esta avalancha de información falsa nos están dejando más confundidos. Hay tantas mentiras circulando que, al final, muchas personas se las creen sin cuestionárselas. A veces, en mi círculo de amigos, cuando hablamos de salir o hacer algo, digo en broma que no voy a ir «a mi planeta» o «a Marte«, porque parece que cualquier plan se complica como si estuviera fuera de este mundo.
La realidad es que, con tantas ideas absurdas y noticias falsas que se propagan fácilmente, parece que vivimos en un mundo que cada vez está más desconectado de lo real. Es como si, en vez de buscar claridad, prefiriéramos quedarnos en una nube de confusión.
A veces me siento como si fuera de Marte, porque no entiendo a mis congéneres de la Tierra. La humanidad tiene un cerebro de kilo y medio, y, aun así, no piensa, no reflexiona. Eso me duele profundamente. Hay tanta brutalidad, tanta falta de empatía… y mientras tanto, vamos a comer ahora, como si nada.
A veces reflexiono sobre la humanidad, sobre los ocho mil millones de personas que somos. Me pregunto cuántos realmente aportamos algo. ¿No sobrarán unos cuatro mil millones que no contribuyen en nada? Entre delincuentes, quienes hacen daño a los niños y los que promueven guerras… ¿realmente estamos dejando algo bueno? Y claro, en medio de esto, te das cuenta de que, a veces, incluso lo que haces y perdura, no tiene tanto impacto. Sí, mi música puede durar, y eso está bien, pero al final cualquier cosa que dejes, desde una obra o hasta tus propios genes, perdura de algún modo. ¿Y qué es eso realmente? ¿Qué valor tiene?
La naturaleza misma es brutal. Los genes nos llevan a hacer cosas increíbles y también a cometer barbaridades. Piensa en los animales, como las leonas que matan a las crías de otras para asegurar que los suyos sobrevivan. Es puro instinto, pura potencia de la naturaleza. Y nosotros, como humanos, no somos tan diferentes. Cuando alguien asesina a otra persona, no solo está matando a ese individuo, está eliminando a todos los descendientes que esa persona pudo haber tenido. Es una cadena de destrucción que no tiene fin.
Es una barbaridad, una locura, pero parece que estamos atrapados en ella. La vida, la naturaleza, la humanidad… todo tiene su lado oscuro. Por eso, a veces la gente mata por una simple mirada. A mí me toca pagar por cosas que no entiendo. Es curioso, pero me refiero a los genes. Yo veo que una forma de arte perdura, pero lo que realmente importa es que tu legado quede de tal forma que se transmita a tus hijos, a tus nietos o incluso a tus bisnietos. Claro que eso es más difícil. Mira, te voy a contar algo. ¿Sabes algo de tus tatarabuelos? Yo, por ejemplo, sé de mis abuelos. Ellos son parte de lo que soy.
Y te voy a decir algo que me ha impactado: todas las noches, todas, me acuerdo de mis antepasados. Leí en algún lado que si mantienes vivo el recuerdo de tus tatarabuelos, de alguna forma siguen viviendo. Yo todos los días los nombro. Los llevo conmigo. Y aunque pueda parecer raro, conozco mi historia familiar hasta donde puedo. Claro, me puedo poner a hablar de los australopitecos, si quieres. Al fin y al cabo, son parte de nuestra historia.
Conozco bien la historia de mi abuelo, por ejemplo, que se fue como inmigrante y murió en Estados Unidos. Nunca más supe de él, y eso me da una rabia tremenda. A veces pienso en pagarle a alguien para que investigue sobre él, para saber qué pasó con él, qué familiares tuvo. Me gustaría entender más sobre esa parte de mi vida que se me escapa.
Por parte de mi madre, mi otro abuelo también fue inmigrante, vino de Cuba, y murió a los 31 años. No pude disfrutar de mis abuelos como me hubiera gustado. Las abuelas sí, pero de los abuelos poco sé. Y, sin embargo, tenía una cosa, un álbum con una foto de un tal Claudio. No sé quién era, pero lo nombro de vez en cuando, solo por si acaso.
Claro, lo nombro todas esas veces, todas las noches de mi vida. Y además, es algo relajante, porque pronunciar esos nombres me ayuda a dormir mejor. En serio, porque tengo algo que decir, no es como el “Jesús en tu vida”, entiendo lo que quiero decir. Es algo que tiene sentido para mí, algo real, algo que se mantiene vivo en mi memoria.
Sé que eso se va a perder cuando ya no estemos, pero mientras tanto, siguen vivos. Y aunque no sepa todo de ellos, conozco lo que sé. Por ejemplo, por parte de mi tío, uno de nuestros antepasados era francés, un general llamado Marmot, que tuvo que salir de Francia. Fue echado por Napoleón III. Mi tío lo contaba así, con mucha ironía, y tenía razón, pues el apellido Marmot lo llevaban mi madre y mis dos tíos, que ya han fallecido.
Aunque no llegué a saber más, no tenía los recursos para investigar, pero cuando empecé a tener acceso a un ordenador, pensé que tal vez podría intentarlo, pero me di cuenta de que no era tan fácil. Podría haber ido al consulado, a la embajada, pero nunca lo hice. A veces, por más que quieras, es difícil seguir el rastro de tu familia, pero sé que esos recuerdos se mantienen vivos, aunque no puedas renegarlos o cambiarlos. Y es muy interesante pensar que esas historias siguen, de alguna manera, presentes en nuestras vidas.
No son solo de tus antepasados. Yo, por ejemplo, en gallego, a veces siento que traiciono mi lengua, mi cultura. La luz divina, sabes, era algo maravilloso. Y entonces, cuando la traiciono, se levanta y me arranca la cabeza, y con razón. Son cosas que no tienen que ver solo con la tierra; la tierra también tiene su importancia.
Yo soy todo lo que soy gracias a vuestra ciudad. Nunca salí de aquí. Me pidieron que fuera, e inicialmente dijimos que sí, cuando fuera necesario. Pero la compañía Polydor no lo dijo directamente; simplemente te decían que todo estaba más cerca, como si se tratara de una pizzería. Claro, no era solo eso, Valoramos el cambio, porque era hacer un giro universal.
Soy de Ourense, pero no me atrevería a decir que es la capital, aunque muchos lo piensen. Yo tengo mis rarezas, por ejemplo, en mi horóscopo soy dos signos. Nací el 23 de septiembre, por lo que soy virgo o libra, según cómo se mire. Eso depende de dónde pongas el corte. Puede empezar siendo libra, pero terminar siendo virgo, según lo que prefieras.
Si te digo que vas a ser millonario, seguramente te irá mal, pero yo intento hacer lo mejor que puedo. Siempre trato de darle algo de valor a las palabras, como en las letras de Los Suaves. Es algo que resuena dentro de mí. Y en Ourense, hice la mili como voluntario. Pasé tres meses en Figueredo, y el resto aquí, en Ourense. Tenía 17 años, y en Figueredo estuve hasta los 19.
¿Pero podías elegir e sitio siendo voluntario?
Sí, si hubiese esperado a mi quinta hubiese entrado en el sorteo. A mis 29 años, pero el destino no quiso que me alejara de mí tierra. Fui voluntario, sí, y mi hermano Chicho también lo fue. A él lo mandaron a Sevilla, a mi hermano Javier lo enviaron a Granada, y a mí, en cambio, me mandaron a Ourense. En casa de mis hermanos no les gustó mucho lo de marcharse, y a mí me tocó quedarme. Un año gratis y pagado, eso sí, pero el esfuerzo era grande. Mi hermano Chicho, que es médico, hizo la mili con 28 años, y fue todo un poco complicado.
Yo, por otro lado, me libré de la mili porque estaba estudiando. Fui pidiendo prórrogas y ya habían quitado el servicio militar obligatorio. Ya no quedaba casi nadie para hacer la mili, y decidieron hacerlo todo profesional, por lo que hubo amnistía. Pero me sorprende que quisieras ser voluntario…
¿Por qué lo hice? Mi padre me decía, «Vete, que te va a ir bien«, y aunque no estaba convencido, me fui. Tenía 17 años cuando entré, en enero. Cumplí 18 en septiembre y, en ese tiempo, fui el cabo primero más joven de España. Me apuntaba a todo, hasta a cosas que no me interesaban tanto. Hice de todo: incluso chapa y pintura. Todo eso era parte del «juego» para mí, y lo disfrutaba. Mi padre se fumaba porros con los compañeros, todos los días, mientras yo intentaba hacer lo mejor posible.
En cuanto a Ceuta o Melilla, nunca tuve que ir, claro, pero aquellos que lo hacían debían lidiar con situaciones complicadas. En mi caso, me tocó vivir otras experiencias, como en Ibni, una colonia española en Guinea, África, pero eso ya es otra historia.
Licenciado en INEF y Humanidades, redactor en Popular 1, miembro fundador de TheMetalCircus y exredactor en webs y revistas como Metal Hammer, Batería Total, Guitarra Total y Science of Noise. Escribió el libro «Shock Rock: Sexo, violencia y teatro». Coleccionista de discos, películas y libros. Abierto de mente hacia la música y todas sus formas, pero con especial predilección por todas las ramas del rock. Disfruto también con el mero hecho de escribir.