Electric Wizard – Dopethrone: 25 años de un epitafio a un mundo marchito

Dopethrone

25 de septiembre del 2000

Rise Above

Año 2000. El cambio de milenio, fue un momento en que el mundo del metal iba un poco perdido buscando su lugar, experimentando con nuevos sonidos y maneras de entender nuestro género. Nu metal, metalcore, garage, post-punk, Emo… fueron algunas de las nuevas etiquetas que nacieron en nuestro panorama musical. Frente a todo ello, Dopethrone de Electric Wizard surge en escena como una declaración, tanto artística como personal, escrita a mano sobre paredes agrietadas, con riffs que gotean miasma y con una voluntad de hundirnos en la pesadez absoluta. Sí que es verdad que, la banda ya llevaba años escalando sus propias catacumbas sonoras, moldeando un doom visceral, lento hasta el paroxismo, abrasivo en su textura y cargado de referencias a lo oculto, a lo fantástico y a lo ilícito. Pero, con este álbum, se salen, logrando afianzar su identidad, tensando sus límites hasta dejarlos temblando.

 

Jus Oborn, guitarrista, voz, espíritu conductor del proyecto, señalaría, años más tarde, que Dopethrone pertenece a lo que él llama la “trilogía de terror”, que estaría formada por Come My Fanatics…, Supercoven y este álbum que estamos celebrando. Según rememora, Oborn sabía “qué se necesitaba…” para que el grupo pudieran capturar lo que verdaderamente querían ser. (LouderSound, 2020). Sin duda, esa convicción se siente en cada acorde, en cada saturación de guitarra, en ese muro de sonido que no busca ser elegante sino monstruoso.

 

El proceso de composición fue tan orgánico como caótico. Oborn admite que entraron al estudio con apenas tres canciones listas —“Dopethrone”, “Funeralopolis” y “We Hate You…”— y que las otras piezas surgieron desde la improvisación, el jam pesado, la experimentación mínima. (LouderSound, 2020). No había un guión, no había fórmulas, sino vivencia: Dopethrone emerge de la tensión, de los roces internos, del deseo de convertir lo oscuro en sonido tectónico. Oborn se refiere a las disputas con Tim Bagshaw y Mark Greening, discrepancias sobre hacia dónde debía ir la música; pero también al momento en que sintieron que el estudio y el equipo eran herramientas para exorcizar visiones. (LouderSound, 2020)

 

El disco

Musicalmente, la obra es asfixiante, pero ahí está su encanto. Se usaron amplificadores “prehistóricos”, pedales ruidosos, un fuzz saturado hasta bordear lo indecible, con una producción que abraza la suciedad, el eco y el feedback. En una entrevista con Lollipop Magazine, Oborn confesaba: “Nuestro objetivo fue … ser ‘la banda más pesada del mundo”. (Lollipop Magazine, 2001). La verdad es que en este álbum experimentamos riffs que parecen enterrarte, baterías que golpean lento, pero con el peso de una tonelada, una sonoridad densísima, casi opresiva, donde la voz no trata de iluminar sino de flotar en una nube oscura de distorsión. Del mismo modo, las letras y los motivos que atraviesan el álbum refuerzan esa estética del derrumbe: la desesperación, lo apocalíptico, lo irracional, lo oculto. Oborn cuenta que mientras trabajaba en el disco leía autores como H. P. Lovecraft y que dejaba que sustancias psicotrópicas alteraran su percepción, emergiendo, así, imágenes que luego se traducían en riffs. (LouderSound, 2020) Esta unión entre horror literario, drogas y decadencia cultural, no es mera pintura; es la sustancia vital de la que se nutre el álbum.

 

Uno de los grandes logros de Dopethrone es cómo consigue ser enormemente físico y emocional al mismo tiempo. No es solo “ruido pesado”: cada pasaje lento tiene su pulso, cada momento de transición — silencio, feedback, eco— amplifica lo que viene. Cuando escuchas “Funeralopolis”, por ejemplo, lo haces sabiendo que el riff inicial es una promesa: vas a sucumbir al tiempo propio de esa música. Y de hecho lo haces.

 

A veces por prolongar demasiado una atmósfera, sí, se repite, es decir, se percibe la canción como repetitiva; pero la repetición se siente que no es un error, sino una estrategia: la inmersión demanda paciencia, exige que te dejes llevar por la masa sonora, por el agotamiento, por lo hipnótico. La voz está enterrada tras capas de saturación, algunos riffs se prolongan hasta el punto de hacer tambalear la atención, espacios oscuros de la mezcla que hacen que los detalles instrumentales se pierdan. Pero esas, por decirlo de alguna manera, “imperfecciones” son parte del encanto de este disco. Son grietas por donde se filtra lo sublime.

 

En cuanto al impacto de este trabajo, Dopethrone influyó en muchas bandas que quisieron ir más lento, más pesado, más nauseabundo. En Louder Sound, Oborn reconoce que con este álbum “encontramos realmente nuestra marca como banda”. (LouderSound, 2020). Así pues, Dopethrone es considerado por la crítica y los fans como uno de los álbumes más intensos, más densos, más radicales de su tiempo. Village Voice lo clasificó como un disco “amargo y sulfuroso hasta lo impracticable” (Village Voice, 2001). Esa mezcla de repulsión y admiración es indicativa de su estatura: no todos lo aman, pero casi todos lo reconocen.

 

Veredicto

Han pasado 25 años desde su publicación y Dopethrone sigue sonando ácido y de ultratumba; sigue siendo brutal, sigue siendo pesado, sigue siendo una obra con filo. No ha envejecido pese al cambio de este cuarto de siglo en cuanto a lo musical se refiere, sino que permanece vivo porque no aspira a ser cómodo, sino que pretende ser auténtico en su fealdad. Y en esa fealdad — en ese tono funerario, en esa voluntad de hundirse— está su belleza más radical.

 


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