El EFECTO ROSALÍA
En las últimas semanas hemos sido bombardeados con la imagen de Rosalía dominando las redes sociales, los noticieros e incluso los espacios culturales más diversos: programas de entrevistas, pódcasts, círculos de bellas artes, telediarios y periódicos. El lanzamiento de su último disco, LUX, ha causado un revuelo inimaginable y su alcance ha sido descomunal.
¿Que el disco es interesante? Sin duda. Pero este éxito no es solo artístico, sino el resultado de una maquinaria publicitaria cuidadosamente orquestada y sorprendentemente agresiva.
Más que un fenómeno musical, el nuevo trabajo de Rosalía parece un experimento de marketing global que pone en evidencia cómo, hoy, el arte y la estrategia comercial se confunden hasta volverse indistinguibles.
Para poneros en contexto, creo que es necesario hablar del fenómeno mediático que se ha generado. Antes del lanzamiento del álbum, Rosalía apareció en plena Gran Vía de Madrid sin previo aviso, ocupando todas las pantallas de la Plaza de Callao. La repercusión fue inmediata: un bombardeo constante de imágenes de transeúntes y creadores de contenido que “casualmente” se encontraban por allí.
Pero eso no fue lo único. También organizó una escucha privada en nada más y nada menos que el Centro de Arte Contemporáneo de Cataluña, donde asistió un grupo selecto de invitados. ¿Críticos musicales? Por favor, no me hagáis reír: aquello estaba repleto de influencers y amiguitos de turno. La decoración y el espectáculo estaban milimétricamente calculados. Rosalía ocupó un escenario inmenso, cubierto por una sábana blanca kilométrica, y allí permaneció durante los cincuenta minutos que dura el disco.
Lo que vino después fueron solo stories y clips cortos subidos a YouTube, Instagram y TikTok, donde brillaban por su ausencia las críticas coherentes. En su lugar, se multiplicaban las alabanzas y las opiniones vacías que repetían lo maravilloso que era el disco.
¿Y los verdaderos críticos? ¿Los que pudieran mencionar algún aspecto técnico o musical de la obra? Simplemente, no estaban invitados.
Pero detrás de esa omnipresencia hay algo más que talento: una maquinaria promocional perfectamente engrasada.
No digo que no hubiera gente entendida de música, porque probablemente también la habría. Pero las únicas opiniones que hemos recibido —y que las agencias se han encargado de amplificar— eran de aquellos que ya estaban dentro del loop: influencers y famosos que poco podían aportar al debate musical.
Y, ojo, es de alabar la campaña publicitaria: mecanismos de promoción escalonados, colaboraciones internacionales, una estética visual coherente (¡ese halo en la cabeza, por favor!)… Y mira que el halo tiene una simbología potentísima; de verdad, los símbolos están muy bien escogidos. Lo que no acabo de entender del todo es la estética de monja que nos propone en la carátula del disco.
Hay un gran valor en que haya sido ella la elegida para convertirse en marca personal. En un mundo tan poser e insensible, que sea una mujer y, además, latina, quien haya alcanzado estos podios es realmente admirable. No le quito mérito: la chica tiene talento, y lo tiene para todo. Ha sacado un disco que no tiene nada que ver con lo que venía haciendo hasta ahora, y aun así se ha convertido en un éxito de ventas mundial.
Aunque también me permito reflexionar: por mucho que en este álbum haya querido cantar en trece idiomas diferentes, viviendo en el Reino Unido me doy cuenta de que el público angloparlante apenas la conoce. En realidad, su alcance sigue bastante restringido al público de habla hispana.
No es casualidad que cada aparición parezca diseñada para convertirse en meme o titular. En la era del algoritmo, Rosalía no lanza canciones: lanza contenido.
El fenómeno Rosalía revela mucho sobre nosotros como público: más allá de la música, consumimos identidades cuidadosamente construidas, historias visuales y emociones que se convierten en tendencia (como la teoría de que su tema “La Perla” va dirigido a Rauw Alejandro).
Su éxito polariza opiniones: hay quien la celebra como una artista visionaria y auténtica, y quien la ve como un producto diseñado al milímetro para el espectáculo y la viralidad. En este sentido, el “efecto Rosalía” simboliza la era de la hiperexposición, donde cada gesto, videoclip o aparición pública se convierte en contenido para algoritmos, memes y titulares.
Aun así, conviene matizar: no todo es artificio. Su talento, su capacidad de innovación y su visión estética son indudables. La línea entre arte genuino y marca personal se difumina, y quizá esa ambigüedad sea justamente lo que define su fenómeno cultural. Tonta sería si alguien que apuesta por la música y la libertad creativa no aprovechara todas las oportunidades que se le ofrecen; precisamente esa libertad le permite componer un disco tan distinto a lo que había hecho hasta ahora.
Quizá el verdadero efecto Rosalía no esté en lo que escuchamos, sino en lo que nos enseña sobre cómo se construye hoy el éxito.
En definitiva, el fenómeno Rosalía no puede entenderse únicamente desde la música: es la perfecta combinación de talento, visión estética y un marketing calculado al milímetro. Su éxito demuestra que, en la era digital, el arte y la estrategia comercial conviven de manera inseparable, y que la creación artística se mide tanto por su calidad como por su capacidad de generar viralidad. Quizá lo más interesante no sea decidir si es arte o producto, sino observar cómo este equilibrio redefine lo que consumimos y cómo valoramos la música hoy.
Nanotecnóloga y química de formación y amante de la música como pasión. Me gusta la música en todas sus vertientes. Empecé tocando el violín y de la música clásica pasé al rock y al metal (mis primeras bandas fueron AC/DC y Mägo de Oz, por supuesto). No tengo muchas bandas predilectas, aunque Rulo siempre encabeza el podio. Helloween, Volbeat o Greta Van Fleet le siguen de cerca. Mis gustos han cambiado a lo largo de los años pero siempre abierta de mente, así que le doy al hard rock, al power, al death metal (melódico) y a todo lo que me haga descubrir cosas nuevas o me sepa impresionar.
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